En
ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de
los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.
Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su
trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda
de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas
meditándolas en su corazón» (Lc
2,19).
María sabe reconocer las huellas del
Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que
parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en
la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y
trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que
sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39).
Esta dinámica de justicia y ternura, de
contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial
para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para
que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los
pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo.[1]