María sabe reconocer las huellas del
Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que
parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en
la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y
trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que
sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39).
Esta dinámica de justicia y ternura, de
contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial
para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para
que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los
pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo.[1]
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